Me quedé con la escena de una señora de más de 60 años dándole un beso a la pantalla de su teléfono móvil. Inmediatamente, limpió la mancha del pintalabios con un pañuelo blanco de tela. No pude quitar la mirada de ese gesto.
***
—Sebastiana, tienen el 50 %, tenemos que aguantar.
“Yo voy a hacer lo que me salga en el momento —decía muy alterada— yo no quiero ir… Pero si tengo que ir, iré”. La otra mujer que estaba al otro lado de la línea siguió escuchando: “Te he avisado antes. Esta conversación puede acabar muy pronto. Los teléfonos se van a llenar de agua”. No sé muy bien qué tipo de lenguaje secreto estarían empleando... La señora estaba en la estación de autobuses esperando el mismo autobús que yo. Estaba de pie, con una bolsa blanca de plástico en una mano. Con la mano izquierda sujetaba el móvil y con la derecha sostenía la bolsa y se agarraba al codo de la izquierda. Me llamó la atención la funda que tenía el teléfono con una puertecilla y una ventana. Además, era de color rosa chicle con puntos blancos y tenía una imagen de la Torre Eiffel. “Yo aprendí mucho de ella el poco tiempo que la traté —dijo mientras encendía un cigarro— ¡Sebastiana, tienen el poder!”. La tal Sebastiana debía contradecirla. Yo miraba y dejaba de mirar, de forma intermitente. ¿Estaban hablando de una herencia o de una traición, de qué? Le dio otra calada al cigarro y llegó ese momento en el que la mujer cuelga, le da un beso a la pantalla del móvil y lo mancha con sus labios. Siguió fumando. Sus uñas eran postizas y estaban pintadas de color rojo. Una señora diva. Se movía. Estaba inquieta y no se sentó en ninguno de los bancos de la estación. Abrió el monedero y comprobó cuánto dinero tenía. Contaba las monedas una a una. Las pasaba de una mano a otra y dijo dos veces en voz alta: “Yo con esto no hago nada”. Bebió de una botella cubierta por otra bolsa. Encendió otro cigarro, le dio una calada, y lo aplastó contra el suelo en cuanto se activó la vibración de tu teléfono y el tono de llamada de su móvil comenzó a sonar.
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