Recogió a sus perros de la guardería. Todo el día en silencio. Ni un ladrido. Nada. Nadie llamó al timbre. No oía ni el ruido de las agujas del reloj que siempre le molestaba por las noches porque lo llevaba en la muñeca y, claro, colocaba el brazo cerca de la oreja. Eran las 11:50. Durante tres días fueron las 11:50.
Parecía que no había nadie en el edificio. Las cuerdas del patio de luces estaban la mayoría vacías. Ninguna chirriaba y eso que todas chirrían. Los buzones estaban llenos de publicidad. Los que la reparten habían conseguido entrar a la casa pero, ¿cómo lo habían hecho? Parecía que no había nadie en ningún piso y a su interfono nadie había llamado. Todo habría ocurrido mientras recogió a los perros.
El molinillo de su balcón giraba. Sus aspas metálicas tenían tal velocidad que podrían cortar el dedo de quien, sin cuidado, quisiera pararlo. Por eso, la maceta parecía que iba a salir volando. El molinillo hacía un ruidillo extraño y característico. Un ruidillo rítmico que encajaba con distintas melodías. A partir de ahora no podía parar de cantar (todo en su cabeza, para no romper el silencio).
Tinky Winky, Dipsy, Laa-Laa... ¡Po!
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