La correa que sube la persiana estaba
doblada. No sé si me explico, pero no toda su superficie se encontraba plana y
paralela a la pared, había como una parte en medio que se retorcía. Empezaba de
un color (gris) y acababa en otro (marrón). En realidad, daba igual que la
correa estuviera en el último tramo rotada, porque la persiana se podía subir y
bajar sin ningún problema. Por la mañana sobre las ocho y por la noche sobre
las doce.
Esa fibra dura le daba la opción de ver
cómo anochecía. Nunca veía amanecer, le resultaba demasiado temprano. Esas
hebras que se enlazaban le permitían ver tan solo el edificio de enfrente, pero
con eso era bastante.
—¿Para qué más? Aquí lo tengo todo.
Los cristales de la habitación se
manchaban poco porque llovía poco. Bueno, yo creo que no sabía muy bien si se
manchaban o no y que su vista se iba a acostumbrando a la suciedad, porque
vamos, es imposible que unos cristales solo se manchen cuando la lluvia los
salpica. Da igual que en esta ciudad no llueva nada, es algo que pasa
independientemente de la lluvia.
Él insistía en que no hacía falta
limpiarlos, que ese material tan solo lo protegía del frío y del viento, si es
que se daban esas condiciones meteorológicas. La correa le preocupaba
más.
—Mirad, como alguien no me arregle la cuerda, dejaré para siempre la persiana subida.
La correa funcionaba perfectamente. No estaba rota, no se iba a romper, estaba retorcida. Los cristales de la ventana estaban limpios. Lo adecuado era, por tanto, que la persiana reposara sobre la repisa.