Llovía tanto que el agua había empapado mi gorro de lana. Mi pelo estaba calado y no tenía paraguas para cubrirme. Las calles estaban vacías en ese barrio, tan solo había un grupo de cuatro jóvenes que parecían ser turistas. Estaban resguardándose bajo una marquesina llena de graffitis de colores verde fosforito, violeta y negro. Los textos eran prácticamente ilegibles y bastante feos.
Me uní a ellos. Ahora éramos cinco. Escurrí mi gorro y sacudí el pelo: parecía un perrito herido y aturdido. Uno de ellos me ofreció una bolsa de plástico de un supermercado, era demasiado fina, pero servía para evitar que el bolsillo de mi chaqueta se humedeciera. Una de ellos tenía un mapa que, debido a las numerosas repeticiones de los dobleces y el agua de la lluvia, estaba a punto de resquebrajarse. Ella temblaba por el frío y discutía con el chico que estaba a su lado derecho fumando un cigarro. El cuarto, callado y embobado, miraba al cable tendido entre los dos edificios de en frente. Quería que sus zapatos estuvieran ahí, aunque sus pies se mojasen.
Me preguntó tartamudeando que si me importaba ayudarle, que si podía subirme sobre sus hombros y lanzar sus deportivos. Yo era la persona más delgada de toda la calle1 y esa era una de las 1000 cosas que él tenía que hacer2 antes de morir. Tras seguir sus indicaciones, las cordoneras resbalaron sobre el cable grueso y, balanceándose de forma inestable, los zapatos quedaron fijos entre los demás pares3.
1 Ya únicamente pesaba el agua acumulada en
mi pelo, que poco a poco se iba secando.
2 Supuestamente.
3 Esa fue mi primera buena acción después de
aquellos disparos certeros.
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