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24 junio 2014

Recapitulación anticipada

Ahora mismo tengo entre la pantalla del ordenador y mi cuerpo una botella de litro y medio de té que he preparado. Está un poco frío, pero no lo suficiente como para estar bueno. Estoy cansada y tengo una maleta abierta detrás de mí. Tengo muchas cosas que empaquetar y muchos botes son de vidrio. Me queda poca ropa para poder envolverlos y que no se rompan durante el viaje.

Tengo la cama deshecha y ya es de noche. Tengo la puerta de la habitación cerrada, no he cumplido lo que me planteé. A día de hoy me quedan pocas páginas para acabar el libro que también me propuse leer. He estado en Francia, en Luxemburgo, en Marruecos, en Italia, en Holanda y en Alemania. Me lo he pasado bien. Solamente bien. Quería haber podido avanzar en la lectura, pero los viajes han sido casi todos muy tarde por la noche o muy temprano por la mañana. Mi cojín de Ikea ha visitado muchos lugares y se ha apoyado en muchos cristales y respaldos. Mi libro tiene las puntas dobladas. Me han roto la maleta y no me he enfadado. Lo he dejado pasar. He hecho muchas fotos, la mayoría estúpidas. Me han hecho quizás más fotos aún que las que yo he hecho. He dormido en camas desconocidas. He compartido baño con otra gente que a saber de dónde venía. He intentado gastar lo menos posible, pero no ha sido posible.

He disfrutado con gente que hace menos de un año no conocía. He apretado esos lazos y creo que ya tienen un nudo. Estoy contenta por ello. He hablado mucho en inglés para acabar hablando peor que al principio. Actualmente noto cómo mi cerebro intenta ajustarse a los movimientos resultantes que se han producido en él. He perdido a un amigo. Me he tirado horas maldiciendo el funcionamiento de Skype. Creo que con todo lo que he escrito en esa caja de texto tengo para aproximadamente cinco Biblias y con todo la cámara me ha retransmitido tengo para siglos de telediarios. He aprendido a editar los fallos ortotipográficos de las conversaciones que tengo sin tener que poner un asterisco. He escrito un trabajo para poder terminar el grado. He perdido las ganas muchas veces y las he recuperado en el mismo número de veces menos uno.

Todavía puedo mirar por la ventana y ver ese césped verde, que en invierno fue algún día blanco pero sin nieve. Todavía puedo caminar durante siete minutos para llegar a la universidad que me ha salvado. Me aficioné a comer en la mensa y lo deje de hacer con más esfuerzo que el que me costó acostumbrarme a ella. Perdí mi USB y lo recuperé. Un día me rompieron mi candado de la taquilla para poder recuperar todo lo que guardaba en ella. Al día siguiente me di cuenta de que volví a perder el USB y ya no lo recuperé. Aprendí a moverme por esa biblioteca tan enorme y también por esos pasillos que interconectan todos los edificios. Me volví loca por los objetos de plástico (sobre todo si sirven para almacenar líquidos), por las sopas, el pepino, el pimiento, la cebolla, el arroz, el atún, la mermelada de fresa, las tortillas de un huevo, el speisequark y el maíz. No importando el orden.

Pasé frío en mi habitación algunas veces. Puse algunos posters en las paredes. He roto la base de un plafón y todavía no sé cómo repararla. Una loca nos llamó a la puerta y por poco morimos de un infarto. He participado en un proyecto europeo con niños salvajes pasivos y adorables activos. He salido por la noche y he tenido que pedir un taxi tras ir y venir a la misma parada de autobús pensando que iba a parar en algún momento. Una de las primeras cosas que hice fue comprar un teléfono móvil y devolverlo. Me costó saber cómo instalar internet en este ordenador y gasté 40 € comprando un puñado de megabytes. Empecé a seguir una serie. Escribí unas cuantas postales pero no recibí ninguna. Fui a buscar un paquete que pedí en una papelería tienda de electrodomésticos, pero eso no cuenta. Empecé a escribir en una libreta verde, pero ahí está. Me visitaron una vez. Lo pasamos bien.  Se rompió el mango de la ducha y lo arreglaron. Me dolió la espalda. No he pasado frío ni tampoco calor. Compre unos billetes para ir a Nueva York pero yo no los usé. No encuentro solución para Septiembre. He probado el café por imposición de Giulia y no me ha gustado. Me he bañado en unas termas romanas. He hecho tantas cosas que he perdido la cuenta.

Recuerdo que traje unos espejos de España y los puse detrás de la puerta. Rompí los anteriores. Espero que fueran de plástico. Aprendí un poco de danés, aunque solo sepa una decir una frase. Un chico me dijo que “nada es tan malo como nosotros pensamos”. Me lo dijo en alemán y sin conocerme de nada. Tenía razón.

23 junio 2014

Focus



No sé cómo explicar lo que sentí cuando ocurrió aquel accidente en el que ese tren atropellaba a un hombre. No tuve tiempo ni para pararme, y para mirar menos aún. Tenía que hacer transbordo y por poco perdía el siguiente tren. Dos minutos fueron suficientes para mirar a los paneles (intentando obviar al muerto), subir por las escaleras mecánicas por el lado izquierdo (el que estaba libre de viajeros), buscar el camino que me llevara a la vía (que estaba a justo al lado derecho del final de las escaleras) y bajar por el ascensor para llegar al andén correcto (para optimizar el tiempo). Quedaban pocos segundos para que mi tren saliera de la estación de cercanías y se me escapó.

Busqué un asiento, me puse a leer el periódico, encendí el reproductor de música, y seleccioné una obra cualquiera de Richard Strauss. Ese ejemplar gratuito lo devoré en menos cinco minutos porque nada mas que hablaba sobre temas banales que solo son importantes para la gente normal. Las ambulancias se habían ido, pero la densidad del ambiente tenía un espesor fuera de lo común. Mire al frente: justo a un punto opuesto al suceso. Dejé de ver a los otros viajeros con maletas. Las papeleras y los bancos se fundieron en un tono blanco sucio junto con el quiosco de bocadillos recién hechos. Todo era transparente en mi cabeza. El desenfoque duró más de treinta minutos. En ese tiempo se sentó una anciana en mi lado derecho. Por el izquierdo pasaron una joven que parecía ir al instituto y una madre con un carricoche con la tela de color fucsia. Supuse que lo que había dentro era una niña. Quien me viera bien podría pensar que yo estaba extasiado en ese punto de fuga.

Estaba en trance. Mi retina no se había desprendido del esfuerzo. Nunca me pasa en estas situaciones. La manera que tengo de borrar las dificultades o lo malo que pasa a mi alrededor conlleva a la pérdida de conciencia y a la restauración de algunas neuronas. Ese proceso lleva tiempo y no me importa en qué lugar suceda porque es algo que me resulta inevitable. Tras más de dos décadas entrenando el control del funcionamiento de mi mente y de mi cuerpo no he conseguido pulir la elección de las coordenadas temporales y espaciales. Otros miembros de la asociación lo consiguen con poco esfuerzo pero no destruyen sus malos momentos al 100%, tal y como yo hago.

Todo seguía igual. Para mí pasaba todo a como si fuera una película en un modo de reproducción 8x. Se mantuvo así hasta que el bebé empezó a llorar. Fue cuando por primera vez pude ver, escuchar y sentir la muerte de ese hombre en la estación de tren.

17 junio 2014

Dos almas


La vecina del segundo tiene mala leche. La del séptimo se dedica a tender la ropa en el rellano. La limpiadora, Elena, visita el bloque cada tercer día de la semana. Marion, la de la planta baja, suele dejarse las llaves en la mesilla de noche, pero no tiene problema, porque entra por la ventana de su habitación, que da a una calle secundaria que desemboca en la avenida principal. En ese edificio las plantas de los maceteros se riegan cuando Elena limpia. Una vez por semana.

Pablo vive en el otro piso del bajo y su perro tiene alzhéimer. Antes ladraba cada vez que se encontraba con algún vecino. Ladraba fuerte y molestaba. Ahora es una pena, porque el pobre no se acuerda de nadie y tiene prácticamente que arrastrarse para poder pasear. Robin se llama. Robin tiene fuerza y sale todos los días tres veces a la calle. Da igual que llueva, que haya 48ºC fuera o incluso que haga viento. Lo que le importa es el granizo. Cuando graniza no sale, pero eso no sucede habitualmente. El perro tira del dueño. Los dos se arrastran y cogen siempre  el ascensor que queda a mano derecha desde la perspectiva de un peatón que pasara por enfrente del portal. Que se averíe ese ascensor es otra de las condiciones para que Robin no se dé una vuelta. Se ve que es un perro con manías. Está ya viejo pero sigue fiel a sus costumbres. Pablo habla mucho de él cuando se cruza con cualquier vecino. Al parecer le gusta comer las sobras de los muslos de pollo asado. Ese es su plato favorito. También le gusta beber café de vez en cuando. En una taza con una boca amplia Robin lame el líquido energético. También bebe un poquito de cerveza todos los domingos, “un día tranquilo para poder disfrutar de que en la calle no hay mucha gente porque todos duermen”, dice Pablo que opina el perro. Robin es vegetariano los lunes y martes. Se ve que le gusta empezar así la semana y cree que de tal manera purifica su paso gastrointestinal. Ese perro es sociable con los otros perros y con su dueño, nada más.

Como decía, con los vecinos era un poco arisco. Bien podría ser un gato, la verdad. Ese pastor belga se emborracha cuando su dueño trabaja. Abre las botellas de whisky de la casa, vierte el contenido en su taza para la cerveza y se lo bebe. Sale al rellano y aúlla. Aúlla también en el patio en el que se tiende  la ropa. Así todos los días a las 11:30 de la mañana. Su dueño no lo sabe porque es el propio perro el que compra el alcohol a vendedores ambulantes. Esas botellas las esconde en el armario de la plancha. En esa casa nadie ha planchado en la vida. Por lo tanto nadie lo abre, solo él. Robin cojea. Robin ya no ladra. Pablo tampoco. Ya no cuenta nada sobre su mascota. Pablo bebe en el estudio donde trabaja. Sigue fiel a sus costumbres.

11 junio 2014

Humana





Tiene vértigo cuando camina cerca del borde del pavimento. Le da miedo caer a la carretera que esta 12 centímetros más abajo. Se acerca al lado en el que están las puerta de los edificios. Ahora tiene miedo por que los comerciantes les den con el pomo. Antes la caída, ahora un portazo. Por eso trata de encontrar una solución alternativa: caminar por en medio de la calle, entre la gente con prisa y bolsas en las manos. Ahora es el posible bolsazo lo que la frena. No puede dar un solo paso. Está incapaz. No puede moverse. Las personas la rozan sin querer y en varias ocasiones le piden perdón y en otras simplemente la miran mal. No puede moverse y pasa a la fase de semivigilia: lo ve todo y lo oye todo, tiene los ojos abiertos y hasta parpadea de vez en cuando. Lo graba todo. Estática, de pie y débil. Su bolso se despega de su cuerpo cuando alguien la toca. Su cuerpo vibra cuando pasa el tranvía por su lado. Su mirada esta perdida y no pasa nada. Nadie se preocupa por encender el botón que la active.

Es difícil suponer que existen tantos cables por dentro de su cuerpo. Ningún peatón puede adivinar tan solo mirándola que tiene poca batería, que se trata de algo literal. O que quizás tiene un cortocircuito interno y que algo está prendiendo en su interior. Todavía no sale humo por la ventilación de sus bolsillos. Aún sus extremidades no se han derretido. Algo va mal. Nadie se da cuenta.

Han pasado 39 minutos.

La cremallera de su vestido está ardiendo. Su cuerpo explota, hace el mismo ruido que el disparo de una pistola con silenciador. No salpica sangre pero deja un rastro negro que ni es petróleo ni aceite.