Había trozos de cristales rotos. Eran transparentes y estaban detrás del muro con alambrada de espino en el borde superior. El gato paseaba por encima de ellos y no se los clavaba, ni se cortaba. También había un balón de plástico amarillo pinchado. Era un solar lleno de basura que tenía algunos matojos. Malas hierbas con raíces profundas.
La
casa que anteriormente ocupaba ese espacio se derrumbó sin la autorización de
sus dueños. Su demolición pretendía ser el principio de un nuevo plan
urbanístico por esa zona alta de la ciudad. Al final no se construyeron ni
nuevos parques ni colegios. Tan solo se fue esa familia. Por esa vivienda
empezaron y también terminaron los proyectos del cambio. Ahora no existe una
puerta en ese número de la calle. Ya no hay ventanas, ni está ese balcón
abierto de cuarenta centímetros de profundidad rodeado por esos barrotes negros.
Hay carteles de publicidad y posters de conciertos del verano del 98. Todavía
está ese dibujo pintado con tiza blanca y azul. Como no llueve contra la pared,
no se limpia.
En
ese espacio abierto, de vez en cuando, cae algún cartón de vino medio vacío.
Hay escombros aún, e incluso hay un par de guantes de plástico y un casco de
albañil rajado, en el que aquel gato muchas veces se acurrucaba.