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01 diciembre 2013

Losas y ladrillos

Cuando llegó a la ciudad se dio cuenta de que no tenía su carnet de identidad en su bolsillo derecho. Riho no se reconocía, ni nadie la podía identificar. No se acordaba ni de cuándo era su cumpleaños ni de quiénes eran sus padres. Esto no era la primera vez que le pasaba. Ahora, no sabía de qué país venía. Se encontraba en otro lugar sin saber cuál era su domicilio oficial. Riho solo pisaba los adoquines de tono marrón claro. De esos había muy pocos en esa ciudad romana. Casi todos eran negros, entonces decidió andar por la acera moderna. Se montaba en los autobuses sin pagar. Nadie se daba cuenta de que ella estaba allí. Riho normalmente dormía en los portales de las residencias universitarias. Tierna y confiada.

Era joven, tenía el pelo liso, de color negro y con algunos reflejos cobrizos. Tenía pánico por las arañas y le gustaba vestir de blanco. Todos los días madrugaba para que nadie supiera que había estado durmiendo un par de horas en una zona prohibida. Menos mal que no había cámaras y también, menos mal, que nadie salía de ese edificio de 3 a 6 de la mañana. Era un lugar seguro para poder reconstruirse del frío. Cada vez estaba más delgada y cada vez sabía más cosas de ella: “Me gusta el pescado crudo, me encanta acariciar a los gatos blancos, me gusta beber lo que queda en las botellas abandonadas por las calles”. Riho tenía sed. Le daba igual qué tragar. Tan solo quería notar por su garganta el calor de los líquidos a temperatura ambiente. Zumo de lo que fuera, leche semidesnatada, vodka, vino especiado, agua o té tawainés.

Necesitaba ser el continente de los fluidos. Por lo menos, así, algo se desplazaría por el interior de su organismo. Esos líquidos la activaron y dejaron que se acomodara para siempre. Ya no le hacía falta buscar las baldosas más claras. 

DIAGNÓSTICO:  “Intoxicación en su oeste”

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