Cuando llegó a la ciudad se dio cuenta de
que no tenía su carnet de identidad en su bolsillo derecho. Riho no se
reconocía, ni nadie la podía identificar. No se acordaba ni de cuándo era su
cumpleaños ni de quiénes eran sus padres. Esto no era la primera vez que le
pasaba. Ahora, no sabía de qué país venía. Se encontraba en otro lugar sin saber
cuál era su domicilio oficial. Riho solo pisaba los adoquines de tono marrón
claro. De esos había muy pocos en esa ciudad romana. Casi todos eran negros,
entonces decidió andar por la acera moderna. Se montaba en los autobuses sin
pagar. Nadie se daba cuenta de que ella estaba allí. Riho normalmente dormía en
los portales de las residencias universitarias. Tierna y confiada.
Era joven, tenía el pelo liso, de color
negro y con algunos reflejos cobrizos. Tenía pánico por las arañas y le gustaba vestir
de blanco. Todos los días madrugaba para que nadie supiera que había estado
durmiendo un par de horas en una zona prohibida. Menos mal que no había cámaras
y también, menos mal, que nadie salía de ese edificio de 3 a 6 de la mañana.
Era un lugar seguro para poder reconstruirse del frío. Cada vez estaba más
delgada y cada vez sabía más cosas de ella: “Me gusta el pescado crudo, me
encanta acariciar a los gatos blancos, me gusta beber lo que queda en las
botellas abandonadas por las calles”. Riho tenía sed. Le daba igual qué tragar.
Tan solo quería notar por su garganta el calor de los líquidos a temperatura
ambiente. Zumo de lo que fuera, leche semidesnatada, vodka, vino especiado,
agua o té tawainés.
Necesitaba ser el continente de los
fluidos. Por lo menos, así, algo se desplazaría por el interior de su organismo.
Esos líquidos la activaron y dejaron que se acomodara para
siempre. Ya no le hacía falta buscar las baldosas más claras.
DIAGNÓSTICO:
“Intoxicación en su oeste”
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